El cielo cambió. Caía a pedazos, como si la vida en él se estuviera yendo.
La lluvia bebía el tiempo, era estancia de luz quebradiza. Las miradas iban lejos, resbalaban en la piel de una tarde que se llevaba el azul de otro mar que ya no existía.
Las voces rodaban por una lenta cascada entre las nubes y eran metáfora de lo infinito. Por eso, era mejor no preguntar nada mientras se oyera el golpeteo de las gotas cuando las horas descendían en espirales.
Ella podía verse en el surco de la sonrisa de él. En esos labios profundos y delgados se buscaba y mordía las comisuras. Él, apenas le rozaba el cuello cuando las yemas de los dedos intentaban enamorarse de los suspiros.
La caricia era tenue, de la punta de la lengua emergía un sabor a llamarada bajo un parpadeo de luz. Sólo bastaba un abrazo que llegara con las ondas de los cabellos que lamían la nuca.
El caudal deslizaba el eco. Su estruendo sonaba ya muy cerca.
Ella nunca antes había recibido un beso que se evaporara en garabatos sesgados por el viento o en el agua que no reconocía. El instante se diluiría pero no importaba porque la lluvia los volvería a dibujar.
Desde entonces no ha parado y parece que no va a acabar nunca…
Ilustración: Yeba Namor
Texto parte del libro "Estancias" publicado por Grupo Rodrigo Porrúa
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