El cambio es ineludible
y por inevitable hay que
aceptarlo y propiciarlo
He contado muchas veces acerca de mis padres y de cómo vivieron su amor de más de tan solo cuarenta y cinco años porque ella murió, y otros veinte años en los que él no dejó de amarla, hasta que también cerró los ojos y entregó su último aliento a su recuerdo.
Pero cuántas cosas tuvieron que superar.
Él, un ausente temporal por obligación, su trabajo lo llevaba lejos de casa, aunque no tan lejos dirían ahora, pero en los años cincuenta la aviación no siempre era una alternativa y a él sólo le disponían de un coche para sus recorridos por toda la República, que no era la gran cosa, ni las carreteras estaban tan bien trazadas.
Se iba y dejaba el encargo de todas las realidades de la familia en manos de ella: administrar los cuatro reales para las necesidades de los cinco hijos, la responsabilidad de orientar, cuidar, llevar al médico y dar permisos de salida a esos mismos cinco niños, además de ver por los padres y la hermana de él que contaron con su eficiencia desde el primer día que llegó a formar parte de su familia con sólo diecisiete años de edad, una niña que junto a ellos fue dejando de serlo porque creció y se engrandeció con el hacer del día a día.
Mientras trabajaba con la seguridad que todo en casa quedaba a buen resguardo, él enfrentaba su lucha laboral con toda entrega, porque el trabajo, como posible pérdida, adquiría relevancia, además de ser el único vehículo de entrada del dinero contante y sonante que había en casa.
Esta realidad contrasta con el ahora en el que ni el trabajo ni la familia parecen ser fuente de posible de pérdida, por lo tanto ninguna de esas circunstancias adquiere trascendencia mayor como para encontrarlas más importantes que la propia persona, al menos así lo piensan algunos jóvenes en la actualidad.
Si mis padres vieran esto, tal vez dirían: ¡Cuánto han cambiado las cosas!
Así es la nueva realidad.
Ilustración: fotografía del archivo de la propia autora.
Comments